La ley de dependencia nos prefiere muertos

 

Me llamo Carmen y tengo cincuenta y tres años. Trabajo desde los veinticuatro. Cuando llegue a sesenta y cinco, edad de jubilarse, al menos por ahora para mí, llevaré ya cuarenta y un años trabajados. Algunos «visionarios» hablan sin pudor, de «cambio cultural» y dicen que podemos trabajar hasta los setenta y cinco.

En esta pandemia, por otros motivos de salud, he visto irse a mi padre, a la edad de ochenta y cinco años. Un año después hemos despedido a nuestra madre con setenta y siete años. Aquí quería llegar yo.

Cualquiera debiera pensar que en el estado del bienestar en que vivimos, mis padres habrán tenido apoyo del mismo, en sus últimos años, tras una vida de duro trabajo.

Mi padre empezó de picapedrero, siendo un niño con cuerpo grande y piernas largas, en la carretera que llevaba a su pueblo de Granada. Terminó su vida laboral limpiando por las noches, de lunes a sábado y de 22:00 a 5:00 de la madrugada, ese centro comercial que marca las estaciones en el calendario.

Mi madre fue ama de casa hasta que fuimos mayores, nos cuidó a mi hermana y a mí, mientras nuestro padre tenía dos y tres trabajos. Cuando se incorporó al mundo laboral lo hizo también en los cuidados. Dedicó treinta y cuatro años de su vida a trabajar por los desheredados de la Tierra. Las madres adolescentes fue su último proyecto.

En 2017 mi hermana y yo empezamos a ver el deterioro de ambos y decidimos que había solicitar la ayuda a la dependencia.

En octubre de ese año le diagnostican a mi padre Alzheimer. A principios de 2018 nuestro padre recibe la visita de una asistente social y pasados unos meses, se le reconoce un grado de dependencia. Cuando se murió en 2020, tenía sólo el reconocimiento. Una vez fallecido recibí una llamada para preguntarme a qué deseábamos acceder: cuidador/a, dinero. Tras más de cuarenta y siete años de trabajos duros… nada.

En esa visita de 2018 también valoraron a mi madre, que pese a tener, entre otras cosas: patologías respiratorias, una cifosis de columna que la hacía andar encorvada, una cadera más alta que otra lo que le provocaba una cojera permanente, dolores en ambas manos, prótesis de rodilla, una enfermedad genética degenerativa… decidió la administración que no tenía derecho a nada.
Cuando mi padre fallece, ella tiene, cada día que pasa, la movilidad más reducida y sus manos le responden regular. Empieza a necesitar ayuda a domicilio, contratamos un fisioterapeuta para que venga a tratarla en casa dos veces por semana. Los problemas respiratorios pasaron a ser muy graves (compramos una cama articulada para que descansara mejor); ya no se podía mover (adquirimos para que no se escarara, un cojín y un colchón antiescaras); para poder salir a la calle una silla de ruedas; silla para la ducha, obra en el baño para que fuera accesible; menaje para problemas con disfagia, proteínas para que no perdiera masa muscular; y, por supuesto, las cuotas a la seguridad social de todas las trabajadoras, por que las cosas se hacen bien.

Ante este panorama, procedimos a solicitar la revisión de su expediente. Aportamos informes médicos públicos y privados. Informes de su médica de cabecera. Falleció como dije al principio, el 31 de Julio.

El 14 de septiembre de 2021 recibo una llamada desde la Agencia de Servicios Sociales y Dependencia de Andalucía para hablarme del recurso del que se podía beneficiar mi madre. Imaginaos la voz que se le quedó a la persona que me llamó cuando le dije que ya no hacía falta.

No quiero dejar de mencionar que ella también tenía un grado de discapacidad en grado 50 desde 2006. Hemos solicitado la revisión del mismo… y tampoco, nada.
Nuestros padres tenían una pensión. Todo lo que han ido necesitando lo han cubierto de sus bolsillos, porque fueron hormiguitas que pensaron en el mañana. Solo con sus pensiones no hubieran podido cubrir todos estos gastos. Y si esto no hubiera sido así, sus hijas estaban ahí para ayudarlos. Pero, ¿y una persona sin hijas o hijos? ¿Sin una pensión decente? ¿Sin ahorros? ¿Qué hace?

En este estado del bienestar, da igual el signo político estatal/autonómico gobernante, no he visto que se (pre)ocupen de y por sus mayores. El sistema debiera actuar de oficio, precisamente para eso tan cacareado ahora de «no dejar a nadie atrás». Porque cuando se detectan los primeros síntomas de deterioro, las primeras dificultades de movilidad, la maquinaria de los cuidados debiera activarse de oficio por parte de las administraciones sanitarias y de servicios sociales. Porque la médica de cabecera hizo su trabajo, pero nadie lo recibió al otro lado.

Mis padres, ellos solos, no hubieran podido acudir a citas (tanto en los servicios sociales municipales como autonómicos), presentar documentos telemáticamente, buscar trabajadoras y fisioterapeutas, informarse sobre herramientas para llevar una vida independiente y digna. ¿Si no hubiéramos estado nosotras?

El gobierno de España ha aprobado los presupuestos más sociales de la historia…. Que alguien me diga qué significa «sociales», a ver si está relacionado con lo del «cambio cultural».

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